La importancia de la inteligencia emocional
Cualquier empresa está clasificada en uno de estos tres grupos:
- Las que van bien. Funcionan. Consiguen cosas importantes. Despiertan una sana envidia: quisiéramos que nuestra empresa fuera como una de ellas. Estamos ávidos de conocer sus experiencias, de cuál es la clave de un éxito que todos reconocemos.
- Las que malviven. Son grises, mediocres. Van funcionando a trancas y a barrancas. No vibran, su vida es un más de lo mismo. Nadie se plantea el tomarlas como modelo. Nadie da un ochavo por ellas.
- Las que están desapareciendo. Son cadáveres vivientes. Viven derrotadas. Están pendientes del milagro que vendrá de fuera y las situará en el éxito. Ya casi nadie se relaciona con ellas. Son un peligro de derrumbe inmediato.
Los resultados que obtiene una empresa son consecuencia de la actuación de las personas. Éstas son siempre su punto crítico y diferencial y las que condicionan el que la compañía esté encuadrada en alguno de los tres grupos citados. El secreto está en el número de personas que son capaces de pensar, de idear buenas actuaciones y de lo entusiastas, perseverantes y disciplinadas que sean a la hora de aplicarlas para que se conviertan en fértiles realidades.
La capacidad intelectual de cada uno es la que es, tiene mucho que ver con los genes y difícilmente variará en el transcurso de la vida. Pero otra cosa bien distinta es el uso que hagamos de ella. Gracias a nuestra inteligencia y al grado de dedicación a su cultivo seremos capaces de operar con más o menos conocimientos. Cada profesión requiere unos conocimientos mínimos sin los cuales es imposible desarrollarla. La nuestra de directivos precisa de un crecimiento constante, si no nos precipitamos en la obsolescencia. Además, estos conocimientos deben bajar a la arena de la práctica diaria y obtener resultados. De muy poco sirven en estado conceptual puro.
Las emociones son sentimientos o impulsos que nos mueven a actuar. Son programas de reacción automática. No es lo mismo la actuación cuando estamos tristes que cuando estamos alegres, ni tampoco cuando sentimos miedo, vergüenza, sorpresa y rabia o sencillamente cuando nos encontramos bien. Las emociones de las personas tienen una gran transcendencia en los resultados de las empresas. Analicemos, si no, las causas de los conflictos, de las debilidades de la organización, de las buenas oportunidades perdidas y, también, de los grandes éxitos conseguidos. Sin duda que las identificaremos en la habilidad con la que el personal gestiona sus emociones.
Cuántas veces hemos visto fracasar a gerentes y directivos considerados como muy inteligentes y brillantes pero que en realidad eran prepotentes, iluminados, arrogantes y poseedores de la verdad absoluta. No sabían escuchar, ni reconocer ni aprender de los errores. Siempre recurrían a las críticas despiadadas y confundían a sus colaboradores con unas exigencias desmesuradas. Los momentos difíciles y la presión de los resultados desencadenaba en ellos frecuentes estados de malhumor e incluso ataques de cólera. En otras ocasiones, su ambición desmedida les hacía manipular y abusar de su gente. Qué lástima que unas emociones descontroladas hayan convertido en estúpidas e ineficaces a personas muy inteligentes.
A las emociones se les puede poner inteligencia. Todos disponemos de una capacidad potencial para aprender y progresar a diario en habilidades prácticas como: el conocimiento de uno mismo, el autocontrol, la motivación, la empatía, el arte de persuadir a los demás, etc. Al no estar todos igual dotados para gobernar nuestras emociones es importante conocer dónde están nuestras carencias básicas que provocan el que no seamos excelentes en la profesión.
Todos intentamos dirigir nuestra vida de acuerdo con unos valores personales. Son un “credo íntimo”, unos sentimientos que tienen un fuerte poder emocional. Son dos o tres creencias profundas tan potentes que hacen que uno sea capaz de dejarse la piel para ser coherente con ellas. Demos mucha importancia a los valores. Todas las personas que admiramos porque han hecho grandes cosas, tenían unos valores vividos con gran pasión, con tal altura de miras que fueron capaces de contagiarlos a los demás y de que les siguieron con entusiasmo. ¿Vivimos los nuestros intensamente?
Nuestro tiempo se nos va en las cosas externas. Dedicamos muy poco a la observación de nosotros mismos, a encontrar respuestas a preguntas como ¿qué es lo que quiero? ¿en qué puedo mejorar? ¿qué cambios debería asumir? ¿cómo los debería llevar a término? Todos tenemos puntos negros, esos aspectos que pueden mermar seriamente nuestra credibilidad y nuestras habilidades directivas. Enumeremos algunos muy generalizados: la ambición sin límites, la arrogancia, el trabajo desmedido y compulsivo, la dirección asfixiante, la sed de gloria, etc. También tenemos una clara tendencia a su ocultación ya que reconocerlos nos causa un enorme sufrimiento y es muy humano el querer evitarlo. Esto dificulta la reflexión para conocernos mejor ya que deberíamos admitir algo que no somos propensos a reconocerlo.
Todas nuestras actuaciones son hábitos adquiridos. Si no estamos convencidos de que tienen unas fuertes repercusiones negativas en nosotros mismos y en los demás no los cambiaremos. Cambiar es muy difícil. Se debe luchar día a día y no desfallecer. Es tan fácil abandonar y dejarse llevar por el “yo soy así”. Como si de esta forma todos debieran admitir y tolerar nuestras incompetencias emocionales que, al final, tanto perjudican a la empresa.
En FFACT, en el apartado TO THE EXCELLENCE encontrará un interesante cuestionario de 40 preguntas sobre “las habilidades directivas”, que le ayudará a reflexionar sobre este importante tema.
Feliz semana a tod@s.